jueves, 7 de octubre de 2010

Carta para un Domingo -Homenaje a las madres-

  
 Seis de la tarde de un domingo cualquiera.
   El domingo siempre se derrumbaba más allá  de las cinco, cuando las bicicletas desaparecían de las veredas, y la ducha esperaba para destartalar las últimas raspaduras de las rodillas. Lo que venía después, no era parte del fin de semana. Era el entreacto del lunes, de la escuela y los deberes, del guardapolvo con almidón que ella planchaba hacia las siete, mientras en la olla se cocinaban las verduras para el caldo que nos equilibrara la dieta después de los ravioles del mediodía.
   Se derrumbaba la tarde, sí. Se caía en una entreagua, en una entrehora. Los chicos dejábamos de ser chicos. Las risas se colgaban en la soga, junto con las medias y las zapatillas.
   El mundo se descascaraba el domingo por la tarde más que los otros días, que eran días comunes, insípidos, regulares. Ni los sábados tenían el mismo lustre. El sábado era, en realidad, la antesala de la gloria, del domingo en que nos pasábamos a la cama grande para comer galletitas y tomar el Toddy con papá, que nos contaba cuentos. Casi nos levantábamos a media mañana, cuando ya descansaba sobre la mesa de la cocina una montaña blanquecina enharinada tapada con un repasador. Más allá, las dos ollas, una donde el tuco empezaba a dorarse a fuego lento y otra, la más grande, donde el agua empezaba a hervir.
   Crecía el mediodía apretado en los ojos para no encandilarse, justo cuando ella rallaba el queso mientras cebaba mate; y a mí se me escapaban las horas sin pensarlo, con ese ansia loco de que llegaran las tres para salir en bici a recorrer la cuadra o encontrar a las chicas en la plaza. Entonces, el tiempo se salía de todos los relojes, se escapaba a saltar la rayuela o a inventar un romance; y de pronto, a las seis, se caía, irremediablemente manso.
   Ahora, tanto más acá  de toda la memoria, ahora que los domingos siguen siendo panfletos libertarios entre semanas grises, llamados inocentes al sol y a los abrazos, ahora que también se caen después de las seis de la tarde y se quedan inevitablemente torvos y callados. Ahora, recién ahora advierto que en aquellos feriados, había una mano única sosteniendo el milagro, ordenando los panes y la mesa tendida, armando los festejos de albóndigas con tuco.
   Una mano sosteniendo el domingo que se caía poco a poco, almidonado como el guardapolvo; se caía entero, sin desbaratarse, con la ducha caliente y el caldo sobre el fuego. Se caía despacio, con la cama tendida y el beso entre las sábanas.
   Una mano inseparable, fuerte. Cuchara y costurero. Una mano remando y sosteniendo el calendario de los días de semana y celebrando el brindis de los domingos blancos. 
   Mano de madre, de tostadas y dulce. Mano de pan y leche. Mano de abrazo. De domingo de Pascua. De caricia. De pájaro.                                  

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