La
despedida del Laurel
En memoria de Marco
Denevi
Yo, laurel de
ese jardín que te rozó la frente cuando niño y disciplinó tus rebeldías de café
con leche; yo, crecido entre los helechos y las begonias, dejándome estar como
un chico sin permiso, entretenido en reinar entre la sombra y las ciruelas,
llego hasta tu almohada para traerte el aroma de mis dedos verdes y acariciarte
el reposo.
Sé que jamás habrá un
día en donde no seamos cómplices, como en los tiempos en que el horizonte era
una pregunta, y la noche, apenas una luna que se quedaba afuera de mi copa, ese
tiempo de mañanas largas donde nos acariciábamos en silencio, vos y yo,
haciéndonos promesas; y mientras tus dedos recorrían la corteza rugosa de mi
cuerpo de árbol, yo me entretenía en enredarme en el perfume fresco de tu pelo.
Hubieron
días, sin embargo, en que permanecimos lejos. Fueron aquellas ceremonias de
noches en que intentabas encontrarme en alguna otra vereda, y fue esa tozuda
manera de quedarme quieto en mi única tierra, las que hicieron crecer la
soledad y entretejer ese recuerdo pegado a la nostalgia que nos acostumbró a no
tenernos, a quedarnos detenidos en ese otro tiempo que sólo se guarda en los
álbumes de fotos amarillas.
¿Cómo fue que
no tuvimos en cuenta que un Hombre va mucho más allá de sus pasos y que un
árbol ocupa también el territorio de los pájaros?
Por eso es
que regreso a encontrarnos en esa esquina en donde el viento me arrebató el
perfume y se lo llevó en los hombros, cargándolo como a un niño pequeño, o en
aquella estación donde te detuviste a mirar viajeros. Regreso a encontrarnos,
ahora que los dos sabemos que nuestro paisaje es ese jardín que verdea en el
alma, donde los pasos de un chico soñador vuelven a ser tus pasos, y el verde
perfumado de mi vestido, el único talismán para desbaratar los maleficios.
Inés Tropea