jueves, 19 de mayo de 2011

La camisa del hombre feliz (adap. libre del cuento de Leon Tolstoi)

   
Este es el cuento de aquel Rey que vivía sumido en una tristeza tan profunda que no había nada ni nadie que pudiera arrancarle una sonrisa.
   Sumamente alarmados por la salud del monarca, los sabios y sacerdotes de la corte que formaban el Consejo, se reunieron en el palacio para intercambiar opiniones acerca de la manera de conseguir que el soberano saliera de tan terrible melancolía.
   Pasaron muchos días y muchas noches conferenciando sobre el tema que los preocupaba, sin poder hallar una solución. Fueron expuestas muchas ideas, tantas como rechazadas, hasta que acordaron, por fin, salir a recorrer la comarca hasta dar con alguien tan feliz que pudiera ayudarlos.
   Caminaron durante largos días por las calles del reino; observaron, sin ser vistos, cuáles eran los hábitos y costumbres de cada uno de los súbditos, sin hallar más que trajines de gentes sencillas. Hallaron laboriosidad y pereza, bondad y egoísmo, verdad y mentira mezcladas por todos los lugares de aquellos parajes igual que entre las paredes del palacio, pero no hallaron a nadie que fuese enteramente feliz.
   Decepcionados y agotados por la búsqueda emprendían el regreso cuando uno de ellos descubrió, perdida entre los árboles del bosque, una casa pequeña y humilde, a la puerta de la que estaba sentado un hombre que miraba incesantemente el cielo, mientras un perro, echado a sus pies, le lamía las manos. Sugirió un anciano consejero que se quedaran en silencio observando a aquel hombre robusto y saludable que tenía aquella rara expresión de felicidad.
   Pasaron muchas horas antes de se que decidieran regresar al palacio. Volvían alborozados y hablaban sin parar por la excitación del descubrimiento.
   En cuanto descansaron del viaje, llamaron al Consejo Real para trasmitirle las buenas nuevas.
   Como es sabido, en ese tiempo de monarcas y monarquías, el Consejo Real estaba presidido por el mismísimo Rey en persona.

   Entró majestuoso y triste al gran salón donde los sabios y sacerdotes estaban reunidos, murmurando.
   Se sentó en el trono y miró detenidamente a los que estaban reunidos, como esperando una respuesta.
   El silencio creció, magnífico. El consejero más anciano se puso de pie, y así dijo:
-Majestad, preocupados todos nosotros por el mal que os aqueja, hemos consultado con los más insignes médicos y magos de las cortes vecinas, mas no habiendo encontrado respuestas, hemos recorrido el reino sin descanso en nuestro afán de hallar a alguien que pudiera ayudaros.
   -¿Y lo han hallado?- dijo el Rey, con la voz ahogada por la profunda congoja.
   -Sí, Majestad- respondió el anciano. -Hemos hallado a un hombre feliz.
   El monarca se irguió en su trono y su voz trasuntó la entonación de la curiosidad cuando preguntó:
   -¿Estáis realmente seguros de que es feliz?
   -Sí- respondió el consejero. -Este hombre del que os hablamos es entera y verdaderamente feliz.
   -¿Y a mí, podrá ayudarme?
   -Seguramente, Majestad; él podrá ayudaros.
   -¡Entonces, que lo traigan a palacio!- rugió el Rey que, como siempre que estaba atento a sus obligaciones, recordaba que debía ser enérgico al impartir las órdenes.

   El día de la llegada del hombre feliz era esperado ansiosamente por todos en el palacio; especialmente el Rey lo esperaba, aunque nada decía, ya que como manda el protocolo los reyes no pueden esperar nada más que la gloria.
   Cuando se hizo presente en la corte, traído por los enviados del Rey, aquel campesino vestía unos raídos pantalones de caza, y portaba un arco.
   -Majestad- dijo, inclinándose ante el monarca- estos caballeros me han dicho que tenía que venir a ayudaros, pero no sé cómo un hombre tan pobre como yo podría ayudar a alguien tan rico como vos.
   -Descuidad- dijo el Rey. -Estos nobles consejeros me han instruido sobre la enorme influencia que la felicidad tiene sobre los pobres seres humanos que carecemos de ella... ¿Sois, en verdad, feliz?
   -Sí, lo soy- dijo el hombre.
   -¿Y cómo lo sabéis?
   -En realidad, Majestad, no tengo ninguna respuesta para esa pregunta. Simplemente, cada mañana al levantarme, huelo la hierba húmeda y me siento agradecido. El bosque me ofrece sombra y alimento, calor en invierno cuando enciendo fuego con sus ramas, música cuando escucho a los pájaros, y un mullido colchón cuando reposo al aire libre. Me siento un hombre afortunado.
   El Rey lo escuchaba atentamente, mesando su barba.
   -¿Siempre lo fuiste?- preguntó.
   -Sí- fue toda la respuesta.
   Siguió un largo silencio interrumpido por el consejero más anciano que, poniéndose de pie y dirigiéndose al resto, dijo:
   -En verdad, este hombre no sabrá cómo ayudarnos ya que no conoce las respuestas; no sabe cómo ser feliz, solamente lo es. Pero es bien sabido que el contacto con las cosas nos aporta parte del conocimiento de ellas. Por eso, concluyo en que si su Majestad usa alguna de sus prendas, tal vez ella con su contacto le de el necesario tacto, la sensación buscada. Quizá esa sea la solución.
   Los consejeros se miraron unos a otros y asintieron. El Rey los miró uno a uno, y luego al hombre feliz y le dijo:
   -Pues bien. Mis consejeros proponen una prueba a la que espero que deseéis acceder, buen hombre. Necesito que me otorguéis la gracia de esta posibilidad, para lo que es necesario que me prestéis una prenda vuestra.
   El campesino inclinó levemente su cabeza como una reverencia.
   -Perdonadme la simpleza, Majestad, pero soy un campesino que comprende más el lenguaje de los pájaros que el de la corte. No os entiendo, pero pedidme lo que queráis y estaré feliz de complacer a mi Rey.
   -Pues bien- repuso el monarca-. Necesito que me deis una camisa.
   El hombre feliz lo miró con tal gesto de  sorpresa que el anciano consejero intervino:
   -El Rey necesita tu camisa- aclaró sabiamente.
   -Pero…Yo no tengo camisa- respondió el campesino.
   -¿No tenéis una camisa? -preguntaron todos a coro.
   -No tengo una camisa- respondió el pobre hombre.
   Hubo un largo silencio  en donde sólo las miradas entre unos y otros resonaban en el aire majestuoso de la sala.
   El hombre feliz, entonces, temiendo quizá el implacable castigo, se echó a los pies del Rey y llorando le dijo:
 -Majestad, me siento entristecido de no poder ayudaros. Hasta ahora, nunca creí que una camisa pudiera tener importancia alguna. Yo creía que lo tenía todo, y recién ahora descubro que no tengo lo más importante. Soy sumamente infeliz.
   El monarca se arrellanó en el trono sin saber qué hacer. Entonces, el consejero más anciano, carraspeó un segundo e improvisó una respuesta:
-Ya lo veis, Majestad. Vos tenéis tantas razones para ser feliz como camisas tengáis.
   -¡Es verdad! -dijo el Rey embargado de una alegría súbita que le dibujó una amplia sonrisa en el rostro e, inmediatamente, encargó al sastre de la corte la confección de cien camisas nuevas con telas exóticas jamás conocidas hasta entonces.
   Se celebraron bailes fastuosos en el palacio para festejar el acontecimiento. Acudieron monarcas de las más lejanas comarcas para participar de los agasajos. El Rey fue feliz para siempre.

   ¿Os preguntáis por el hombre feliz, por aquel cazador que vivía en el bosque y fue llamado a la corte?
   Pues bien. Sigue viviendo en la misma choza y cazando en el mismo bosque. Su fiel perro sigue lamiéndole las manos y la naturaleza continúa ofreciéndole sus dones. Pero el campesino, sumido para siempre en una profunda tristeza, cada mañana mira el cielo y recuerda, con añoranza, aquellos tiempos en los que creía que un hombre podía ser feliz, enteramente feliz, sin tener, ni siquiera, una sola camisa.
  

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