jueves, 30 de septiembre de 2010

Del aleteo de las mariposas




No se desespere si siente que su vida ha caído en una total mediocridad.
Los seres humanos necesitamos estímulos permanentes para encontrar razones, aún en la sinrazón, para seguir esperanzadamente hacia adelante.
 El siglo XXI no parece traer en su equipaje más que motivos para el desánimo y la claudicación. La sociedad, mientras tanto, exige una total capacitación, una renovada destreza para la competencia y, en su voracidad mediática, una permanente juventud. Sin embargo, la mayoría de los mortales de más de treinta y pico, nos conformaríamos con volver a sentir el aleteo en nuestro pecho, aquella sensación de arrobamiento que no nos abandonaba en la adolescencia y que podría describirse como el revuelo de una bandada de mariposas encerrada entre las costillas.
Mientras la cirugía propone soluciones milagrosas, inaccesibles para el salario promedio, la cocina alquímica nos acerca su sabiduría ancestral y nos pone mariposas al alcance del estómago.




Un guiso de mariposas.

  
Organice un viaje relámpago a las selvas de Brasil en época de apareamiento de mariposas.
Recolecte cautelosamente 10 ejemplares de Parides eurímedes y resguárdelas en un habitáculo templado a 23°C.
Redoble los esfuerzos para hallar por lo menos 4 ejemplares de Dynastor napoleón, que como tiene la cara superior de sus alas  parecida a una hoja seca y vuela sólo al atardecer, seguramente estará bien camuflada cuando se pose a descansar sobre el follaje.
Si no lo logra, vuelva a intentarlo. No se dé por vencido.
Una vez obtenidos los ejemplares, introdúzcalos en el mismo recipiente en el que permanecen las Parides eurimedes.

Estas mariposas se alimentan de insectos microscópicos que, en general, anidan en comunidades debajo de las hojas secas de los bosques tropicales.               
Recolecte una buena cantidad de estos residuos orgánicos y consérvelos a temperatura ambiente. Este será el alimento que le suministrará a las mariposas para que mantengan sus condiciones naturales de vida. 

Regrese a su cocina en el primer avión donde encuentre plaza disponible.
Coloque el habitáculo de las mariposas cerca de una ventana y obsérvelas crecer durante una semana. Pasado ese lapso, estarán dispuestas a desovar.

Coloque una cacerola con aceite de mangos verdes y rehogue en él un puñado de cebollas de
verdeo.
Retire del fuego y deje entibiar la preparación mientras saca una a una las Dynastor napoleón y las coloca cuidadosamente dentro de la olla. 
Coloque luego en la cacerola los ejemplares de Parides eurímedes.   
Salpimiente a gusto.
No tape la cacerola.
La importancia de esta preparación es que las mariposas se mantengan vivas y desoven sobre la fritura.
Si intentan volar, CONVENZALAS.

Carta a una amiga poeta.

 


 Marion: 

   Cuánta bruta impiedad! Cada palabra llega como el filo oxidado del  vidrio de una ventana que da a ninguna parte. Tal vez, acaso, digo, me llega como una catarata de adioses, de penumbras regodeándose en lo único de mi luz. Duele escuchar ese latido, ese jadeo sanguinolento; y el espacio en blanco dejando sólo mi palabra para mí.
   Abrí el libro como otras veces. Pero no era otras veces. No era yo otras veces ni nunca tu poesía había sido otra vez. Se sacudió mi oasis. Mi desvoz se llenó de reproches. Me dolió tu ternura y tus perros como duelen las cosas inconfesables; dolió el amor, la soledad, la infancia. Duelo yo, porque encendida como una palabra sé que estoy haciendo un silencio que huele a crisantemo blanco, a morirme y no. Y entonces, pido gancho, sé, supe, sabía, que en alguna ternura cabría el regreso a la emoción del poema, envuelto en papelitos, como los caramelos.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Loca (Milonga)


Como una copa verde en tu ojera de pánico
te creció en la mirada el paisaje del bajo.
La milonga, encendiendo tu linaje de rea
y el cuerpo, amontonado en la enagua de raso.

El tango te hizo el verso, una noche cualquiera
y te fuiste, de loca, a amarlo por dos mangos.

En ningún rascacielo se enredó tu memoria,
porque tu cielo andaba tendido sobre un catre
hasta que un día el tango te preñó de autopista
y hoy te crecen los barrios, como hijos bastardos.

La memoria en la espalda y el ojal de la bruma,
creciendo en los postigos de las ventanas de otra.
La ranura del sueño inmensamente largo,
recostado en la esquina de tu hambre de milonga.

El tango te hizo el verso, una noche cualquiera
y te fuiste, de rea, a amarlo por dos mangos.

Loca, cansada como un pájaro mordido por los perros,
vas enterrando el alma para morir de a poco.
Y te cruzan los puentes del olvido, a lo largo,
para que no te embarren las calles de La Boca.

Loca. Virgen de meretrices.
Vecina de los  ángeles desnudos de los catres.
Fuiste una carcajada caliente entre las piernas,
una ojera morada sosteniendo tu cara,
alguna canzoneta ahogada entre los dientes
y la promesa paica, sin ninguna palabra.

Andate, gringa rea,
antes que la autopista
te derrumbe los patios.
Andá  a buscar ahora
la piel que se te escapa.
Trepate a la llovizna
 incesante del tiempo
y escupile a la vida,
que te dejó plantada.                     

Memoria de pájaro

Había una vez un pájaro que perdía la memoria. Aquellos cielos imperiosos que reconocía como en una bitácora se le desdibujaban de repente y, tan pronto la brisa le empinaba las alas, allá  iba él, siguiendo la ruta de la desmemoria, hasta desplomarse en la copa húmeda de un lirio silvestre o en la sábana susurrante de los alfalfares.
Tenía alas vigorosas. Torcía el timón del aire con la fuerza de una gaviota y podía aventurarse en una caída libre con la decisión de un halcón. Guardaba el mapa celeste de las distancias y las nubes en sus ojos de pájaro pero, cuando le sucedía el abismo del olvido, naufragaba en el viento, encallaba en la copa bailarina de los  álamos o en el espejo blando de una fuente.

Aquel día, cuando el reloj del cielo atrasó media hora y la lluvia se desató como un nudo de agua, la memoria lo miraba de lejos y no pudo recordar cómo volar.
Las ramas se desovillaban y, lentamente, se iban destejiendo las hojas en el quehacer del viento; la lluvia sacudía la tierra, y cada trueno, arrinconaba nubes en otro paradero para prenderles fuego.
Intentó atravesar las alas como espinas emplumadas y agitar el aliento para poner blando el pecho; sacudió el horizonte que tenía entre los ojos y sintió cómo se le escapaba la brisa entre las plumas.
Supo, entonces, que jamás volvería a volar. Recordó en un instante todos los cielos, los verdes planisferios de los campos sembrados, el color del crepúsculo encima de los sauces, y se dejó caer.

Cuando el cielo espejó su cabellera en la moneda ardiente de un sol indetenible, y los charcos estrenaron el cuerpo de las nubes empeñosamente blancas, el índice del viento recogió el cadáver emplumado de aquella desmemoria y nombró la décima pregunta con el nombre de un pájaro.

Primavera

Viene de apoco.
Se desata en los arrabales
                de los árboles
               con el destino de hembra
                                        entre las piernas.
Camina descalza
             sobre el último rastro  de la escarcha
hasta que un día     se detiene
                                 en la irremediable medianía
                                 de setiembre.
Lo abraza    como a otra ventana abandonada
  y le descuelga un arsenal
                              de pájaros en celo.
en medio de los ojos.


Acerca de la Esperanza


Como una princesa sin carroza, sin cochero ni calabaza. Como una escalera sin zapatito de cristal, perdido en el apuro. Sin campanas que den las doce antes de tiempo.
Mentira las trompetas y los trajes de estrellas salidos de ceniza.
Sólo está la intemperie. La íntima vigilia de los ojos cansados de mirar el camino para no equivocarse. Apenas esa luz a lo lejos, faro de los perdidos, resistiendo la bruma.

La vida es una frágil presencia del abrazo. Un instante de miedo, de mirar sobre el hombro. Y después la paciencia.
Días, catedrales, holocaustos mirados de reojo, exilios sin dejar domicilio a los amigos, muertes que sucedieron sin ir a los entierros.
Paciencia, sí.

Otros dicen resignación. Yo digo paciencia. Excusa para esperar  –no con ilusión sino con esperanza- hasta más adelante, hasta otro día.
Tozuda y perseverante paciencia.
Otros dicen desesperanza. Mienten. Esos son los que mienten. Los únicos y verdaderos impacientes desesperanzados.

Evita, sesenta años no es nada.


Llovizna. La humedad detenía al frío y lo pegoteaba contra los vidrios, tan empañados que apenas si se divisaban las luces de la calle. Sobre el aparador de  la cocina, la radio CONDAL con el ojito verde, sintonizada en  Radio Belgrano, sacudía el ruido de las ollas con un tango de D´Arienzo, y amenizaba la transmisión con los espacios de publicidad del momento: "Proteja su salud de fumador con boquillas CRISOL" o "Estufas SAETA a kerosene, económicas, brindan calor a voluntad".
 Eran los tiempos de la gomina BRANCATO, del jabón LE SANCY de Dubarri, de la Colonia Rusa DE PREAL. La mujer elegante se vestía en TIENDAS LA PIEDAD y soñaba con hacerse una permanente coronita en la Peluquería LA ESMERALDA.
Mi mamá cocinaba en la cocina FAVORITA una sopa de letras, y no tenía sueños más audaces que una máquina de coser igual a la que la FUNDACION le había regalado a Doña María. Mi mamá no podía soñar más porque apenas si tenía veintipico de años, apenas si había votado por primera vez hacía unos meses, apenas si se acostumbraba a sentirse diferente en esta nueva condición de mujer que pujaba por romper las barreras de las clases, arrasar con todo resabio de machismo y establecer su frontera en el lugar exacto de sus sueños.
  
 Era Julio de 1952. Ese invierno había llegado temprano encaramado en Mayo, como trepado a un árbol para robarle fruta. Llovía. Este era un día de lluvia.
Me acuerdo de ese día. 26 de Julio, a las 20.25.
Mamá, que estaba revolviendo la sopa de letras, se agarró la cabeza. Apagó el fuego y se apoyó contra el aparador que tenía la radio encendida. Subió el volumen mientras nos pedía que nos calláramos la boca -"la Señora EVA PERON ha pasado a la inmortalidad"- decía la voz de la radio. Yo no entendía lo que pasaba, no sabía qué era la inmortalidad, pero veía que mi mamá lloraba. Lloraba, sí. Le caía un juguito de los ojos que sabía que era salado, porque yo ya sabía qué era llorar.
Durante mucho tiempo no supe por qué mi mamá lloró esa noche, hace casi sesenta años. Al principio, creí que era porque pensaba que nunca iba a tener la máquina de coser SINGER que tanto anhelaba.  Después, cuando comprendí un poco más, pensé que lloraba por ella misma, por ese sueño que había terminado demasiado pronto, tan pronto como para seguir siendo un sueño. Porque los sueños son primero una esperanza, y después, la nostalgia de haberlos soñado.          
 
Nunca me atreví a preguntarle por qué había llorado aquel 26 de Julio, pero hoy la comprendo como si fuera yo misma la que cocina la sopa de letras en la cocina FAVORITA, mientras mis hijos miran por cable cómo dos de las torres más altas del mundo se derrumban, como castillos de naipes. 
                                                                           

Carta a una mujer

   Detrás del muro, una mujer, distante siempre,  a pesar de haberse desvestido de secretos hace ya muchos siglos para todo aquel que la convoque desnuda; una mujer, digo yo misma, te saluda desde la vereda en donde los desconocidos se saludan como viejos amigos.
   Me arrogo el derecho de sentirme destinataria de todos los recuerdos porque, en este mismo instante, siento que puedo ser aquella de los sueños inevitablemente rotos, esta que barre la vereda con el abismo del devenir entre los ojos, esa otra que arremete contra el calendario construyendo terrazas para el día de mañana o la que deambula por el insomnio con cuatro palabras pendientes para escribir en el espejo. Esa soy, todas y una.
   Y acomodo vertiginosamente papeles en la agenda, y busco en los cajones la brújula perdida, como si adivinara que algún navegante me enamoró en otro puerto y me dejó el pañuelo sudado escondido entre  relojes detenidos. También muerdo la fruta con ese apetito de cielos jugosos que, en la infancia, siempre estaban en los árboles más altos; y sé que en este momento la mirada se me pone oblicua como si pudiese ver más allá,  y de pronto el mundo se me avecina como un mapa, y cada continente es una mano irremediable separada por agua.
   A veces, también camino por tu misma calle, por la calle por donde caminan todos. Y sin embargo, mi pie pisa con otra certidumbre.
   Cada  pisada lleva la memoria de las madres inmemoriales que defendieron hijos, que plantaron la tierra, que amasaron la harina, que pelearon para ser nombradas con su propio nombre, para ser elegidas y únicas y diferentes. Para llevar un pañuelo blanco en la cabeza coronando la memoria y la lealtad. Para estrenar la piel en cualquier abrazo y sentir, de pronto, que el amor es para siempre. Para envejecer con la dignidad de los que envejecen por no haberse dado por vencidos.
   Otras veces soy, simplemente, la otra que me mira en el espejo.
   Y entonces me acuerdo de mi abuela inmigrante, de Eva hambrienta frente a una manzana, de la mejilla magullada, de la virginidad violada entre alaridos, de las madres solas que apechugan el miedo en nombre de los hijos. Y de las que corren por el tiempo de otros; y de las que se detienen; y de las que se dan por vencidas; y de las vencidas.
   Pero me queda corazón para emocionarme ante una palabra cuando llega blanca como una caricia. Esa que me homenajea por ser una de tantas, la única, la irrepetible, la misma. Todas.

martes, 28 de septiembre de 2010

El dueño de la vereda



¿Te acordás cuando éramos chicos y en el barrio casi nunca podíamos cruzar por esa vereda de la vuelta, esa en donde el gordito –el hijo del comisario- nos corría a pedradas o sacaba el doberman justo cuando pasábamos con la bici practicando andar con una sola mano y terminábamos tirados de bruces en el cordón, con el codo pelado y las rodillas sangrando?

Si bien el asunto había empezado en el segundo recreo de aquel tercer grado de la escuela primaria, la cosa se mantuvo igual hasta que el gordito se mudó; es decir que durante años y años el tipo siguió siendo el dueño de la vereda y vos ni siquiera un transeúnte, porque hasta cuando jugaban al carnaval a los baldazos vos te cuidabas muy bien de no pasar por esa esquina porque sabías que el tipo le ponía detergente al agua, le ponía, y te apuntaba a los ojos. No era un mal tipo, no. Era el dueño de la vereda y listo.
Pasaron los años y vos también te fuiste del barrio, y el mismísimo barrio se piantó de la foto, porque ni los ligustros le quedan. Las rejas administran los frentes de las casas como si fueran carceleros, y cada vez que pasás por ahí, te hacés una escapada a la cuadra prohibida y mirás con nostalgia el chalé de Miriam, esa nena de trenzas renegridas que te gustaba tanto y a la que renunciaste en cuanto supiste que vivía dos casas más allá de la del gordito, en la misma cuadra en la que él era el único e indiscutido dueño de la vereda.

Arbol



Tanta pedrada en vano… Tanta tormenta fatua castigando el follaje, que los pájaros han huido hacia un cielo que les prometa abrazos.
Yo, que nunca he florecido, tenía al menos la brújula del aire y el embarazo de las plumas para enredar mis sueños al horizonte.
Ahora yazgo de pié. Y desalada y destrinada, vacía ya del aleteo procaz, apenas sucedo sombra para saber que vivo.

Lo que queda de la infancia



Cómo voy a contarte de aquella temporada de la vida en que los guardapolvos usaban otro nombre: "delantales", decían las maestras cuando nos sermoneaban porque el tintero involcable había dejado escapar esa gotita de tinta Pelikan, azul lavable, que no se lavaba nunca... La tela de algodón, almidonada, con tablas adelante y en la espalda, llevaba esa mancha azul en el bolsillo como una medalla. Ni te quiero contar de la pluma cucharita, que salpicaba cuando hacías las eles, y dejaba la hoja del cuaderno llena de lunares azulados. Claro que había secante atado de una tirita a la tapa del cuaderno. Secante con nombre y apellido, por si se perdía, claro.

Pero, en cambio, no había correctores... Esos mágicos lápices que borran lo que se escribe mal y no se nota. Algunos chicos, yo me acuerdo, usaban lavandina. Pero todos borraban. Tanto borrábamos, que el papel quedaba agujereado cuando menos lo pensabas. Y ahí estabas frito, porque no se podían arrancar las hojas, ¿té acordás?, porque las hojas estaban numeradas del principio al fin.

Claro que cuando cuento estas cosas, los más chicos me miran con sorpresa pero, los demás, los que se acuerdan, entrecierran los ojos como para mirar hacia atrás sin encandilarse.

Me acuerdo de otras cosas también, cosas chiquitas, de esas que se amontonan en los álbumes y no ocupan espacio... Los pizarrones, por ejemplo. Eran negros. Grandes y negros. ­Y qué trabajo costaba escribir parejito, sin que la letra se te cayera hacia abajo como en una pendiente! Sí. Eran negros... Después vino el gran cambio. Pintaron los pizarrones de verde, y llegó el SIMULCOP. ¿Te acordás de ese libro lleno de mapas y figuritas que vos podías calcar pasándole por encima con una regla? ¡Qué maravilla era el SIMULCOP! Pero nadie entendía que era una maravilla. Si tu mamá te dejaba usarlo (y eso era bastante raro), la maestra nunca te ponía un muy bien diez... Aunque lo pintaras con las pinturitas Goldfaber... -Un simulcop no es un dibujo- te decían, y vos no podías explicarles que era la primera maravilla que teníamos a mano.

Después vinieron otras, claro, pero de las otras se acuerdan casi todos, seguro, porque se fueron encadenando una a una, hasta llegar a las que conocemos todos, las de ahora...

Sin embargo, antes había cosas sorprendentes. Las mariposas, por ejemplo. Cada primavera, miles de mariposas revoloteaban en los jardines de la ciudad, se apelotonaban debajo de las ramas de los árboles, encendían el aire como miles de arco iris móviles... Y allá iba nuestra infancia, cazando mariposas con ramas de ligustrina, hasta sofocarlas para detenerlas entre los dedos y palpar el polvillo de colores que se les desprendía de las alas, como una acuarela inigualable.

También había rayuelas dibujadas en la calle con pedacitos de ladrillo; y saltar en un pie era la más fantástica aventura al alcance de la mano. Y las rondas, y el juego de las estatuas, y el huevo podrido... Tantas tardes consumidas como vasos de refresco en los labios afiebrados de la infancia... Y los Puentes de Avignón y el Martín Pescador: ¿me dejará pasar? Pasará, pasará, pero el último quedará...

Y sí. Se quedaron últimos los que no jugaron a la bolita, los que perdieron la cachuza en una cancha despareja. Se quedaron últimos los que remontaron un barrilete comprado y se perdieron del engrudo y de la cola.

Ultimos van los que se olvidaron de las batatas al rescoldo de la fogarata de San Pedro y San Pablo. A la cola se quedaron. Ultimos de la fila los que no comieron un pirulín a la salida de la escuela, los que no se acuerdan del gofio y el albayalde.

Ultimos los que no se perdieron de nada pero no se lo cuentan a los chicos, los obligan a sentirse huérfanos entre los compac-disk y las computadoras. Les ocultan que cazábamos bichitos de luz en los jardines, y que no se encendían con pilas, como tampoco tenían pilas los molinillos que giraban contra el viento de los baldíos.

Ultimos se quedaron los que se olvidaron del secante; los que borraron tanto la hoja que quedó el agujero en el papel, el agujero por donde se escapa la memoria si los primeros no nos ayudan a jugar a la ronda, otra vez, con nuestros hijos, y preguntarle a Martín Pescador si nos dejar pasar, o si nos quedaremos afuera por ser los últimos en la fila, por haber arrancado la
 página que tenía el número de la infancia en el cuaderno de la vida.
 

La cosecha de pájaros

Una tarde de marzo, hace cinco años, el árbol de manzano fue plantado. Solo una buganvilla estrellada de labios rosados deslumbraba el verde más soleado en aquel rincón del jardín.
Con la llegada de la primavera, el diminuto manzano estrenó los primeros, delgadísimos azahares, que nunca se preñaron de frutos. Para el otoño próximo, los brotes empezaban a despeluzarse cuando el primer zorzal anidó entre las frágiles ramas devastadas por las hormigas. Solo la paciencia y la tenacidad pudieron ayudarlo a sobrevivir. Los venenos se mezclaron en una alquimia fabulosa de viejos embrujadores y nunca más una hormiga se acercó a sus hojas lustrosas pero, infelizmente, aquella pócima venenosa le arrancó la fertilidad por lo que nunca aquel manzano, que coqueteaba tan vanidosamente al lado de la buganvilla, volvería a dar frutos alguna vez.


Los meses pasaron y las estaciones se fueron apilando en la memoria como páginas desprendidas de calendarios. El manzano creció, majestuoso, y cada primavera se vestía de millares de minúsculas florecillas blancas que caían, irremediables como los amores perdidos, sin fructificar jamás.
Sin embargo, los zorzales seguían eligiéndolo para arrellanar sus nidos algodonosos entre las hojas afelpadas. Una bandada completa arremetía al viento desde el espigón verde de sus ramas, y cada vez eran más y más los que llegaban desde todos los puntos del horizonte para afincarse en el manzano, que siempre esbelto y orgulloso, se mantenía enhiesto en el rincón más soleado del jardín.


Una mañana cualquiera, tal vez cerca de la quinta temporada, la copa del manzano apareció preñada de manzanas anaranjadas que asomaban tímidamente entre las matas verdes del follaje. Era marzo el mes que espuntaba en el calendario y en marzo no fructifican los manzanos, y menos aún, este manzano que nunca había dado frutos.
Cuando el viento empezó a sacudir la estatura de los árboles y el remolino de tierra abrazó al manzano destejiendo las hojas como a fronteras imprecisas, una bandada de manzanas de pecho anaranjado remontó el vuelo a la par de la brisa encolerizada de la tormenta próxima.

Entonces supe que mi manzano había fructificado zorzales, y que cada día de cada semana de cada estación del calendario yo podría cosecharlos y echarlos a volar por encima de los vientos del mundo, para proclamar que cada uno de nosotros ha nacido para ser uno mismo, único y diferente, y que mi árbol, aquel que tan amorosamente había plantado hacía cinco años en el mejor lugar del jardín, al lado de la buganvilla, había nacido con memoria de manzano pero con corazón de pájaro.

De tréboles



El sol enceguecido en la curva del día, busca algún eclipse donde jugar los naipes, como cuatro fueron los tréboles de cuatro hojas mordidos en el pasto, clavados como molinos en alguna pradera para el maíz y el trigo.
Caída en la madera, una cruz en el aire, va tu piel de guitarra sonando entre los dedos.
En el viento sin tiempo, arriba de los sauces, te acaricio la minúscula seña de los labios donde me anuda, ardiendo, tu vértice de pájaro.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El movimiento interior de las palabras

 No tengo nada que decir. Apenas necesito dejarme caer en las palabras; recostarme en el borde blando de la línea y desmadejar el hilo de tinta que se empeña en decir cosas, a veces.
Me descansa sostenerme en el vértigo fantástico de la próxima palabra, apoyando el dedo en el espacio en blanco, manteniendo el aliento dentro del cántaro .
También suelo jugar a que las palabras se escapan solas, ajenas un mi mano, y que el próximo punto será el final del tiempo. Cuando aparece alli y yo la sobrevivo, desafío a la pagina que viene, esa que no será escrita por mi sino por la que seré cuando aparezcan las letras marcadas en otra piel de papel. Alli me quedo siempre, como en un loco juego, dibujando palabras de como si fueran de otro.
 Digo ahora, digo siempre, y me tira los dedos una memoria larga, me golpea en el hombro, no deja que me aleje demasiado. Dice ayer, dice nunca. Dice cosas tan grandes que no puedo vencerlas, no puedo  resistirme a ponerles mi cara y mis zapatos.
Es entonces cuando callo. Las dejo que intervengan por si mismas , que sean palabras sin mi.
Casi siempre repito lo que me dicen cuando no las oigo, pero entonces se que son ellas mismas. No es mi boca ni mi voz quien las mueve. Son ellas las que me acosan para que siga diciendo lo que ellas quieren que diga. Y yo no me resisto. Nunca me resisto cuando llegan. A veces .

Para Jessica, la nena que perdió a su gato


Hoy tengo a mi gato a mano, trepado en la ventana, recostado en el dintel, entre macetas. Es blanco como una página cuando no me viene ninguna palabra,es blando como una sábana, arisco y caliente como el sol del verano .
Es mi gato. Pero a veces se escapa por el barrio, va saludando a todos los felpudos, busca alguna ventana clandestina en donde seguramente también habrá macetas y, sin ninguna razón que yo conozca, me deja desgatada por un tiempo, con la leche esperándolo en la taza y la caricia sola .
Se va y tarda en regresar. Pero regresa. Una mañana cualquiera, la carita de tigre enharinada se asoma de nuevo entre los vidrios; me llama y me promete que nunca mas y todas esas cosas cosas que prometen los  gatos y  por un  tiempo se queda enredado entre mis piernas o despanzurrando los canteros patio.Pero yo sé que algún día partirá de nuevo -eterno caminante-. Saldrá a inaugurar otra terraza o a  maullarle a la luna de otro lado. Por que mi gato, al igual que el tuyo y el resto de los gatos de vez en cuando parten, inexplicablemente parten, sabiendo de antemano -con esa sabiduría propia de los gatos- que nos quedaremos esperándolos. Hasta que vuelvan.

domingo, 26 de septiembre de 2010

El Jardín

El jardín se mueve como una enagua verde, y el abrazo precipitado del rocío bosteza recostado en el trébol con la soberbia de la inocencia.
Ese aire gris moviéndose, sacudiendo las manos enguantadas de los helechos, sorprendiendo el espasmo anaranjado de las caléndulas.
Aire moviendo el verde. El asombro de un pájaro asistido por el dedo del viento borda de penínsulas la capa blanca de las nubes y se detiene en el ojal azul de los rosales. Cuerpo blando moviéndose, sosteniendo el aliento al borde de la calle. Verde moviendo el verde. Verde.

Esta desconocida


Esta desconocida
 a la que cada día le sostengo el alma numerosa,
le acomodo el cabello como si fuera propio
 y la visto para que se me parezca.
 Esta desconocida que lleva mi apellido,
que usa mi peine
y mi caligrafía,
 no tiene conmigo más que cuatro secretos. Y ninguna esperanza.

pájaro


¿Cómo abrazar tu cuerpo de acróbata imperioso; tu cuerpo acercando el perímetro blando, ese pequeño horizonte de escamas de viento, ese margen borroso de piel entre paréntesis? ¿Cómo buscarte el cuerpo, gorrión irremediable, ese cuerpo intangiblede único pasajero del vértigo del vuelo?
Sin embargo sucedes. ¿Qué circunstancia humana te quiebra por las alas, distancia masticada por los grillos, recintos recostándose en el silencio abierto de las plazas, buscando los secretos sabores de manzanas mordidas de a ráfagas de enero, siempre susurrando en el oído la razón de la magia, la distante cintura del día levantándose la enagua para invitar la piel y enredarse en la misma brisa, recorriendo el suburbio del pubis y la colina sur de la blanca fragancia.
¿Adonde vas, polen encendido, noche sacudiendo el penúltimo ocaso? ¿Dónde estás corazón de unicornio, si cuando te abrazo tu piel se abre en el aire como una circunstancia?
Nunca podré encontrate en ninguna respuesta porque vas por el mundo como despavorido, con toda la intemperie derrumbada en los dedos.
Acaso serás siempre un párrafo de sueños, una circunsferencia colgando del vacío, con los brazos abiertos como las catedrales. Tal vez en repentinas cuaresmas de deseo, llegue tu inconfesable abrazo ensimismado, tu ternura imperfecta de pájaro imsalvable, tu hombre desalojado.

El final del día


Cae la noche como un bostezo de la sombra.
Amanece la luna demorada en el último crepúsculo. El cielo espera el abrazo en el hombro del viento.
Se sacude el rocío en el pañuelo de los árboles. Empaña el césped la soledad de las terrazas y bailan como techos plateados en el círculo del mundo.
El espigón de la noche se alarga en el asfalto como un puente, hiriendo la sangre alquitranada, y se junta a lo lejos. Allá, el cemento se mezcla con la noche de barro y no se sabe nada. No se encuentra ninguna despedida sacudiendo pañuelos. Todos los astronautas se fueron a los bares y el agujero del tiempo dibuja inquilinatos en las paredes. Tacha ciudades grises y les pinta una estrella en medio de la frente, como pariendo un cielo que no tiene memoria.

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