jueves, 28 de octubre de 2010

Entre Palabras


   Amaba las palabras, el ruido que hacen cuando un nombra las cosas con los nombres secretos, ahuecando la voz entre los labios, mordiendo el espejo del aire entre los dientes.
   Cada día, mientras gastaba viento para secar la ropa o tendía la frazada del agua sobre las baldosas del patio; mientras entraba o salía, iba diciendo "nodriza" o "lámpara"... Iba nombrando el aire hasta que, en algún sitio, la palabra encajaba perfectamente, como un guante.
   "Cántaro", murmuraba cuando florecían las dalias;  pan" le susurraba al plátano verde que sombreaba la casa; "guijarro", y cada manzana le hacía una reverencia.
   Llevaba un diario donde anotaba cada palabra nueva, redescubierta, y después la dejaba libre. Libre. Rodando entre los labios para encontrarle un techo, un lugar, un gusto y un perfume; desentrañar el código que cabría allí dentro y saber qué gesto escondido entre sílabas le señalaba el rastro, la voz verdadera.

   Iba así por la calle, canturreando siempre una misma palabra hasta encontrarle cara. Y luego sería otra y otra y otra...
   Amanecía "frontera", por ejemplo, y cruzaba la plaza; "frontera" hasta el mercado; "frontera" y se agachaba a recoger un diario que el viento arrinconaba en la esquina del puerto. "Frontera", repetía. Y sabía que sí, que lo había nombrado de una vez para siempre:  "Frontera".
   Sacaba la libreta de tapas azules y escribía:  Frontera: página de árbol que cruza por el viento con una voz de otros. Guardaba la libreta, doblaba el diario en cuatro y lo acomodaba debajo del brazo. "Frontera", volvía repitiendo alegre, alta, fresca, caminando con otra estatura. "Frontera".
   No volvía cansada aunque las caminatas terminaran en nada porque, a veces, le quedaban pendientes las palabras, perdidas, como sin dueño.
   Regresaba entonces con ellas en la boca, las dibujaba en los vidrios de la casa y las dejaba esperando hasta otro día, cualquier día, en que volvían a sonar con insistencia y ella salía a buscarles un puerto para amarrarlas como si fueran barcos, y anotarlas en su libreta.

   Esa tarde era "fresno”. "Fresno", "fresno". Caminó hasta la plaza, dio la vuelta al mercado. "Fresno", "fresno". Dobló hacia la estación, recorrió los andenes, "fresno", levantó boletos y volvió a dejarlos en el suelo, "fresno".
   Y de pronto lo vio, sentado en el andén, atándose un zapato.
 Fresno!- gritó.
    Él se puso de pié y se arregló el sobretodo raído. -"Laguna"- repuso con voz grave, y la miró a los ojos que ya se arremangaban como dos volcanes.
- "Frontera"- respondió ella.
   Él recogió el diario que quedaba en el suelo. La miró con la voz en la frente, y con la boca blanda  dijo: -" Almohada".
    Ella bajó los ojos, hasta desmoronarlos.
   - "Almohada"- repitió él, con la voz de cuaresma. Y ella tomó su mano.

   El corazón latía con la caligrafía de una cigarra. Ninguna "dársena", ni "buril", ni "centuria". Ningún sonido ajeno. Sólo el viento sonando en los andenes.
   -"Párrafo"- dijo ella, tímidamente.
   Él asintió en silencio y le puso el sobretodo sobre los hombros. –Claro, –respondió- "gaviota".
   Y se fueron los dos, abrazándose, ahogados como náufragos.
   Ella murmuró: -"Península"- con un hilo de voz.
   Y él contestó: -"Madera".

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