viernes, 27 de abril de 2012

Fracaso



  Se me murió. Claro que era mío! Si le inventé un destino y le pinté una estrella. Le cargué los bolsillos con algunos naufragios -mensaje en la botella como un pez panza arriba- y lo puse en la vida para que fracasara.
   Me traicionó sin tregua. Me mintió cada hora. Me dolió como duelen los fracasos de uno y un día, cualquier día, se me murió de golpe sin preguntarme nada.
   Y me dejó quebrada, sin saber cómo andar sin fracaso, con un pie en el abismo.

Tus ojos.


  La sombra de la noche se quedó detenida en el espejo curvo de tus ojos de lata. Crecieron los suburbios de las constelaciones y el frío, fue una página de pupila escarchada.
   Nunca pude mirarte a los ojos de nuevo, porque el silencio afila sombras de fuego en tus pestañas y duele el abrazo que nunca prometiste como duelen las brújulas en todos los naufragios.
   No sé, tal vez, yo supe que moría aquel día. Adiviné de pronto que no tenía esperanzas, que todas las palabras se quedaban heridas esperando la boca secreta de las páginas.
   Claro que volví a verte… Si alrededor del aire anda tu viento verde, alborotándome. Ese aire de césped sudado que me enciende, no cesa de golpear las puertas de mis dedos y me deja una huella caliente entre los dientes.
   Pero ¿sabés? Ya nunca te remonté los ojos. Prefiero adivinarte la seña de la espalda, la línea de tu cuello, el latido en la nuca. Verte de lejos. Adivinar qué camino sigue el rumbo del viento en tu mirada… Pero verte a los ojos, no puedo, amor, no puedo. Son un abismo verde derrumbado en tu cara.

Jorge Lanata: Sr. Periodista



Señor periodista:
                          Es usted una persona poderosa. Puede decir o hacer silencio... ¡Tantos salvados por una palabra como heridos por un  silencio!
   Usted puede cambiarlo todo, por ejemplo mostrarle a la gente cada cosa del lado de todos, morder el borde de la conciencia de muchos, apurar el viento para que sople del lado en que se apilan los sueños de los pobres.
   Usted es poderoso porque también puede esperar que madure el oído que escucha, regarle el futuro con promesas de aire y saber que el abrazo vendrá como de espía porque nadie le roba los pájaros al cielo.
   Usted puede, como toda persona poderosa, hacerse amigo de los reyes y cantarle los salmos. Usted puede, también,  seguir siendo el muchacho que soñaba justicia cuando otros le decían que tuviera cuidado.
   Usted, señor periodista, puede seguir siendo un tipo con memoria.
   Pero si no se acuerda cómo era, si por ahí se le olvida lo que quiere decir ser periodista, usted puede mirarse en el espejo. Por ahí encuentra la fórmula. Mírese al espejo y piense en la cara que va a poner su hijo cuando sepa para qué usó usted el poder, señor periodista, por cuántas monedas se vendió como judas y a cuánta buena gente traicionó de repente.
   Usted debe, señor periodista, ser un tipo con memoria.

Julián.


En Abril, una tarde de viento
           con el sol abotonado
                    en el ojal del cielo,
la mano del tiempo
               barajó otros relojes.
Suspendió el pasado
          por un feriado de futuro.
Hizo cosquillas en el mapa del mundo.
            Señaló una hora.            Un día,
                    una promesa
Y le puso nombre de pájaro:
           Julián.

Peregrino.

  

El paso sigiloso de la cintura del sol entre los vidrios se fracturaba como en un calidoscopio salpicando de luz la pared del fondo de la sala. El verano había ido gastándose de a poco, deshilachándose igual que la miel de los higos de marzo, asaltada por los gorriones y el viento Norte, que azotó los árboles hasta desbastarlos. Pero el sol aún seguía sostenido sobre los ventanales altos más allá de las tres de la tarde.
   La valija seguía en el mismo lugar en que la había dejado, en el rincón del corredor, al lado de la maceta con geranios que empezaban a boquear, sin remedio. Él también seguía en al mismo lugar, recostado en el sillón azul, con los ojos cerrados y una mano sobre la frente. La otra mano se resistía a la quietud y acariciaba el tapizado de gobelino, rebuscando el código de la trama, trazando arabescos en la tela, cavando pequeñas cuevas con las uñas.
   No sé cuánto tiempo pasó, pero el sol empezó a descolgarse lentamente hasta detenerse en el dintel de la ventana del pasillo, la que asomaba al jardín, que aparecía fracturado entre los vidrios –rompecabezas de verde y amarillo.
   El aroma de los jazmines empezó a hacerse intenso, como cada día a esa hora, y el frescor crecía por los techos y empujaba hacia abajo.
   Él abrió los ojos y la penumbra lo recibió desnuda, envuelta apenas en la fragancia que abrigaba a las cosas y las acariciaba con prudencia. Miró el reloj. Se incorporó y recorrió la sala cerrando las ventanas y las puertas. Se detuvo en el corredor, junto a la valija. Dudó un instante antes de levantarla y salir.
   El silencio siguió aleteando sólo un instante más. Enseguida los grillos y los pájaros respiraron la húmeda secuencia de la tarde. Los árboles empezaron a estremecerse y el rocío se acostó en la hierba como en cada crepúsculo.
  
   Nadie supo nunca hacia dónde partió, ni en qué momento. Tres o cuatro señales apenas, delataron la huída: el diario del cinco de marzo sobre la mesa, los geranios exhaustos en el macetero del corredor y la camisa azul, descolorida como las banderas de las escuelas, estrenando su penúltimo otoño en el perchero de la sala.

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