lunes, 23 de mayo de 2011

Lecturas.

   Cuánta bruta impiedad! Cada palabra llega como el filo oxidado del  vidrio de una ventana que da a ninguna parte. Tal vez, acaso, digo, me llega como una catarata de adioses, de penumbras regodeándose en lo único de mi luz. Duele escuchar ese latido, ese jadeo sanguinolento; y el espacio en blanco dejando sólo mi palabra para mí.
   Abrí el libro como otras veces. Pero no era otras veces. No era yo otras veces ni nunca la poesía había sido otra vez. Se sacudió mi oasis. Mi desvoz se llenó de reproches. Me dolió tu ternura y tus perros como duelen las cosas inconfesables; dolió el amor, la soledad, la infancia. Duelo yo, porque encendida como una palabra sé que estoy haciendo un silencio que huele a crisantemo blanco, a morirme y no. Y entonces pido gancho, sé, supe, sabía, que en alguna ternura cabría el regreso a la emoción del poema, envuelto en papelitos, como los caramelos.  

jueves, 19 de mayo de 2011

La camisa del hombre feliz (adap. libre del cuento de Leon Tolstoi)

   
Este es el cuento de aquel Rey que vivía sumido en una tristeza tan profunda que no había nada ni nadie que pudiera arrancarle una sonrisa.
   Sumamente alarmados por la salud del monarca, los sabios y sacerdotes de la corte que formaban el Consejo, se reunieron en el palacio para intercambiar opiniones acerca de la manera de conseguir que el soberano saliera de tan terrible melancolía.
   Pasaron muchos días y muchas noches conferenciando sobre el tema que los preocupaba, sin poder hallar una solución. Fueron expuestas muchas ideas, tantas como rechazadas, hasta que acordaron, por fin, salir a recorrer la comarca hasta dar con alguien tan feliz que pudiera ayudarlos.
   Caminaron durante largos días por las calles del reino; observaron, sin ser vistos, cuáles eran los hábitos y costumbres de cada uno de los súbditos, sin hallar más que trajines de gentes sencillas. Hallaron laboriosidad y pereza, bondad y egoísmo, verdad y mentira mezcladas por todos los lugares de aquellos parajes igual que entre las paredes del palacio, pero no hallaron a nadie que fuese enteramente feliz.
   Decepcionados y agotados por la búsqueda emprendían el regreso cuando uno de ellos descubrió, perdida entre los árboles del bosque, una casa pequeña y humilde, a la puerta de la que estaba sentado un hombre que miraba incesantemente el cielo, mientras un perro, echado a sus pies, le lamía las manos. Sugirió un anciano consejero que se quedaran en silencio observando a aquel hombre robusto y saludable que tenía aquella rara expresión de felicidad.
   Pasaron muchas horas antes de se que decidieran regresar al palacio. Volvían alborozados y hablaban sin parar por la excitación del descubrimiento.
   En cuanto descansaron del viaje, llamaron al Consejo Real para trasmitirle las buenas nuevas.
   Como es sabido, en ese tiempo de monarcas y monarquías, el Consejo Real estaba presidido por el mismísimo Rey en persona.

   Entró majestuoso y triste al gran salón donde los sabios y sacerdotes estaban reunidos, murmurando.
   Se sentó en el trono y miró detenidamente a los que estaban reunidos, como esperando una respuesta.
   El silencio creció, magnífico. El consejero más anciano se puso de pie, y así dijo:
-Majestad, preocupados todos nosotros por el mal que os aqueja, hemos consultado con los más insignes médicos y magos de las cortes vecinas, mas no habiendo encontrado respuestas, hemos recorrido el reino sin descanso en nuestro afán de hallar a alguien que pudiera ayudaros.
   -¿Y lo han hallado?- dijo el Rey, con la voz ahogada por la profunda congoja.
   -Sí, Majestad- respondió el anciano. -Hemos hallado a un hombre feliz.
   El monarca se irguió en su trono y su voz trasuntó la entonación de la curiosidad cuando preguntó:
   -¿Estáis realmente seguros de que es feliz?
   -Sí- respondió el consejero. -Este hombre del que os hablamos es entera y verdaderamente feliz.
   -¿Y a mí, podrá ayudarme?
   -Seguramente, Majestad; él podrá ayudaros.
   -¡Entonces, que lo traigan a palacio!- rugió el Rey que, como siempre que estaba atento a sus obligaciones, recordaba que debía ser enérgico al impartir las órdenes.

   El día de la llegada del hombre feliz era esperado ansiosamente por todos en el palacio; especialmente el Rey lo esperaba, aunque nada decía, ya que como manda el protocolo los reyes no pueden esperar nada más que la gloria.
   Cuando se hizo presente en la corte, traído por los enviados del Rey, aquel campesino vestía unos raídos pantalones de caza, y portaba un arco.
   -Majestad- dijo, inclinándose ante el monarca- estos caballeros me han dicho que tenía que venir a ayudaros, pero no sé cómo un hombre tan pobre como yo podría ayudar a alguien tan rico como vos.
   -Descuidad- dijo el Rey. -Estos nobles consejeros me han instruido sobre la enorme influencia que la felicidad tiene sobre los pobres seres humanos que carecemos de ella... ¿Sois, en verdad, feliz?
   -Sí, lo soy- dijo el hombre.
   -¿Y cómo lo sabéis?
   -En realidad, Majestad, no tengo ninguna respuesta para esa pregunta. Simplemente, cada mañana al levantarme, huelo la hierba húmeda y me siento agradecido. El bosque me ofrece sombra y alimento, calor en invierno cuando enciendo fuego con sus ramas, música cuando escucho a los pájaros, y un mullido colchón cuando reposo al aire libre. Me siento un hombre afortunado.
   El Rey lo escuchaba atentamente, mesando su barba.
   -¿Siempre lo fuiste?- preguntó.
   -Sí- fue toda la respuesta.
   Siguió un largo silencio interrumpido por el consejero más anciano que, poniéndose de pie y dirigiéndose al resto, dijo:
   -En verdad, este hombre no sabrá cómo ayudarnos ya que no conoce las respuestas; no sabe cómo ser feliz, solamente lo es. Pero es bien sabido que el contacto con las cosas nos aporta parte del conocimiento de ellas. Por eso, concluyo en que si su Majestad usa alguna de sus prendas, tal vez ella con su contacto le de el necesario tacto, la sensación buscada. Quizá esa sea la solución.
   Los consejeros se miraron unos a otros y asintieron. El Rey los miró uno a uno, y luego al hombre feliz y le dijo:
   -Pues bien. Mis consejeros proponen una prueba a la que espero que deseéis acceder, buen hombre. Necesito que me otorguéis la gracia de esta posibilidad, para lo que es necesario que me prestéis una prenda vuestra.
   El campesino inclinó levemente su cabeza como una reverencia.
   -Perdonadme la simpleza, Majestad, pero soy un campesino que comprende más el lenguaje de los pájaros que el de la corte. No os entiendo, pero pedidme lo que queráis y estaré feliz de complacer a mi Rey.
   -Pues bien- repuso el monarca-. Necesito que me deis una camisa.
   El hombre feliz lo miró con tal gesto de  sorpresa que el anciano consejero intervino:
   -El Rey necesita tu camisa- aclaró sabiamente.
   -Pero…Yo no tengo camisa- respondió el campesino.
   -¿No tenéis una camisa? -preguntaron todos a coro.
   -No tengo una camisa- respondió el pobre hombre.
   Hubo un largo silencio  en donde sólo las miradas entre unos y otros resonaban en el aire majestuoso de la sala.
   El hombre feliz, entonces, temiendo quizá el implacable castigo, se echó a los pies del Rey y llorando le dijo:
 -Majestad, me siento entristecido de no poder ayudaros. Hasta ahora, nunca creí que una camisa pudiera tener importancia alguna. Yo creía que lo tenía todo, y recién ahora descubro que no tengo lo más importante. Soy sumamente infeliz.
   El monarca se arrellanó en el trono sin saber qué hacer. Entonces, el consejero más anciano, carraspeó un segundo e improvisó una respuesta:
-Ya lo veis, Majestad. Vos tenéis tantas razones para ser feliz como camisas tengáis.
   -¡Es verdad! -dijo el Rey embargado de una alegría súbita que le dibujó una amplia sonrisa en el rostro e, inmediatamente, encargó al sastre de la corte la confección de cien camisas nuevas con telas exóticas jamás conocidas hasta entonces.
   Se celebraron bailes fastuosos en el palacio para festejar el acontecimiento. Acudieron monarcas de las más lejanas comarcas para participar de los agasajos. El Rey fue feliz para siempre.

   ¿Os preguntáis por el hombre feliz, por aquel cazador que vivía en el bosque y fue llamado a la corte?
   Pues bien. Sigue viviendo en la misma choza y cazando en el mismo bosque. Su fiel perro sigue lamiéndole las manos y la naturaleza continúa ofreciéndole sus dones. Pero el campesino, sumido para siempre en una profunda tristeza, cada mañana mira el cielo y recuerda, con añoranza, aquellos tiempos en los que creía que un hombre podía ser feliz, enteramente feliz, sin tener, ni siquiera, una sola camisa.
  

lunes, 16 de mayo de 2011

Confesión

  Esta sola
      única desazón.  Este arrebato
   de lucidez sin tregua.
Saber la soledad que se enmarida
con el retrato que pintó
                     el espejo.
Esta irrepetible vez
                      de ocasionarme.
Esta única
                   sola
                   conciencia de saber.
Y arrepentirme.

jueves, 10 de marzo de 2011

Dónde

  
 ¿Cómo digo provincia, rincón del mundo donde el silencio no tiene otra frontera más cercana que la desesperanza?
   ¿Cuál registro de muertes acomoda ese nombre donde el espejo me pide documentos?
   ¿Cuándo pasé por mí y no me di cuenta? ¿Cuándo, en qué tiempo vine a buscar el equipaje sin avisarme?.
   ¿Dónde quedó aquella fisonomía de banderas y plazas, donde casi nunca estaba sola y donde no supe quedarme detenida?
   ¿Para qué hago la cuenta de los vacíos, los saltos en un pie, las circunstancias donde olvidé dejar mis datos?
   ¿Dónde no estuve ni estaré?
   Tal vez en ese sitio están las contraseñas, anotadas en rojo, igual que los feriados en los almanaques.
   Tal vez, ese sea el tiempo donde estoy esperándome.

Distancia

   Aquí va la distancia. Abre los brazos para acariciarnos por dentro, pronuncia una mirada que se parece al beso, distribuye los soles en todas las respuestas. Se desliza en tu paso siempre más adelante, más allá  del camino. Espera para ser en tu hombro, ese gesto de abrazo que dejé detenido.
   Tal vez no pueda nunca suceder en tu casa, bostezar el asombro de cara a la ventana o recoger los restos de la mesa tendida. Tal vez no alcance el tiempo para andar de puntillas. Pero en algún registro de barcos y de brújulas, crecerán nuestros cuerpos como playas heridas. Largos, desnudos, solos, procaces, encendidos.

Marco Denevi, una tarde.


   Martes de lluvia. Afuera, la inclemencia. Adentro, un martes de ventana, con el techo colgando ante los ojos y el ruido de las tazas marcando la equidistancia de la noche.
   A veces, los pasos se detienen en cualquier estación del corredor, y él no conoce la parada ni la cara que llevan esos pasos. Cree, presiente cuál será  la sonrisa que vendrá  eligiendo esta penumbra.
   Y el pequeño reparo de macetas, jardín empantanado dentro de una pecera, mesa servida para el único bocado que no cesa. Más acá, pasajeros de tardes venideras, provincias del abrazo que lo esperan armando el día para celebraciones.
   Él intuye, comprende. Mira con indulgencia, acaricia el aliento que le dejan a mano. Él sabe que la vida tiene sus contraseñas y adivina que el tiempo se quedó de su lado.
   Por eso cuando ríe baraja el calendario, piensa todas las chances, acomoda los naipes igual que los feriados, y se guarda en la manga el día de mañana

lunes, 7 de febrero de 2011

Tormenta


Piel de pez.
   Solapas de cristal
     en el traje de nácar.
Veletas
  sucedidas por un viento
           de agua.
Dientes de pájaro
    en la mano
       de la última marea.

domingo, 6 de febrero de 2011

Sola


 





Sola. Cuando me nombro
              siempre estoy sola.
           No hay otra voz
                   ni otro silencio

 que pueda desampararme         tanto

                    como mi nombre.

viernes, 21 de enero de 2011

Paisaje urbano


   Mujeres van, erguidas, altas y gastadas igual que las banderas arañadas por algún alfabeto de viento y guardapolvo. No nace ningún chico que el cielo tenga en cuenta, ni tampoco le crecen los panes bajo el brazo. Ni los padres le crecen cuando el hambre muerde las madrugadas del trabajo a destajo, pero va la intemperie con la frazada helada a cubrirles la espalda. Y el frío va. Calado hasta los dientes, se les mete debajo de los huesos y sube hasta los ojos. Por eso la mirada duele como una tumba cuando miran de afuera la mesa de los otros.
   Y la lluvia del mundo les empapa los sueños; y está  tan lleno el mundo de sueños inundados, de naufragios de sueños, que van poco a poco encallando en las dársenas, amontonándose en los puertos, apilándose debajo de los puentes.
   Ya no dejan espacio abierto en los baldíos y en todas las veredas se ve el rastro del agua debajo de las puertas. Casi no queda ninguna terraza por donde pasearse indiferente sin mirar hacia abajo, porque uno va pisando los sueños de los otros.
   Ya no basta, no alcanza alquilar una parcela en el country del cielo para desentenderse, porque durante la noche, se escuchan los chasquidos de los sueños. Ahogándose.

De oficios


    Hace unos cuarenta y pico de años, y no hace tantos, las calles de la Ciudad se poblaban de sonidos diferentes, maravillosas estampas de una época  de la vida en que la infancia se nos trepaba a las trenzas sin permiso, como sin permiso crecían los cercos verdes, reyes de los frentes, aún no acosados por las altas rejas del fin de siglo.
   A veces, en las mañanas, la flauta del afilador rompía el alboroto de los gallos... La bicicleta con la piedra de afilar apoyada en el caño, pasaba por cada calle y esperaba que las señoras acercaran las cuchillas de picar para que  la rueda de esmeril les sacara chispitas y les devolviera el filo.
   No tardaba en aparecer el silbato y la voz grave anunciando: "­colchonero!". Eran épocas de pesados colchones de lana que, de tanto en tanto, necesitaban una cardadita  para hacerlos más mullidos y, de paso, se aprovechaba para cambiarle el cotín que a veces se herrumbraba con los elásticos de hierro. La cardadora manual se instalaba en el jardín y la lana iba recuperando esa apariencia liviana de espuma que la volvía tan volátil que se esparcía con la mínima brisa y volaba como nieve por los canteros de dalias.
   Con el organito pasaban otras cosas. Escuchar la musiquita de calesita despanzurrarse por el aire de las siestas y correr a su encuentro, fue parte de la magia que pude vivir. La cotorrita verde repartía la suerte por una moneda, y nadie podía resistirse a mirarla revolotear como una mariposa al compás de la melodía zumbadora hasta que, del cajoncito de madera, sacaba con el piquito una tarjetita que el organillero le leía a la persona agraciada.
   ¿Dónde andarán los paragüeros que se especializaban en arreglar aquellos paraguas negros que, en medio de la lluvia, se empeñaban en quedarse cerrados mientras que sus dueños chorreaban mojados hasta los zapatos?
   Pareciera que el tiempo hubiese saltado en un pie, como en una rayuela.  Aquella época en que las cosas estaban hechas para durar muchos años pasó demasiado pronto. Los cuchillos de serrucho, los paraguas descartables y los colchones de espuma han dejado atrás a los oficios que les dieron origen. Y también dejaron atrás, muy atrás, esa especie de certeza de "durabilidad" que nos acompañaba durante toda la vida.

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