viernes, 21 de enero de 2011

Paisaje urbano


   Mujeres van, erguidas, altas y gastadas igual que las banderas arañadas por algún alfabeto de viento y guardapolvo. No nace ningún chico que el cielo tenga en cuenta, ni tampoco le crecen los panes bajo el brazo. Ni los padres le crecen cuando el hambre muerde las madrugadas del trabajo a destajo, pero va la intemperie con la frazada helada a cubrirles la espalda. Y el frío va. Calado hasta los dientes, se les mete debajo de los huesos y sube hasta los ojos. Por eso la mirada duele como una tumba cuando miran de afuera la mesa de los otros.
   Y la lluvia del mundo les empapa los sueños; y está  tan lleno el mundo de sueños inundados, de naufragios de sueños, que van poco a poco encallando en las dársenas, amontonándose en los puertos, apilándose debajo de los puentes.
   Ya no dejan espacio abierto en los baldíos y en todas las veredas se ve el rastro del agua debajo de las puertas. Casi no queda ninguna terraza por donde pasearse indiferente sin mirar hacia abajo, porque uno va pisando los sueños de los otros.
   Ya no basta, no alcanza alquilar una parcela en el country del cielo para desentenderse, porque durante la noche, se escuchan los chasquidos de los sueños. Ahogándose.

De oficios


    Hace unos cuarenta y pico de años, y no hace tantos, las calles de la Ciudad se poblaban de sonidos diferentes, maravillosas estampas de una época  de la vida en que la infancia se nos trepaba a las trenzas sin permiso, como sin permiso crecían los cercos verdes, reyes de los frentes, aún no acosados por las altas rejas del fin de siglo.
   A veces, en las mañanas, la flauta del afilador rompía el alboroto de los gallos... La bicicleta con la piedra de afilar apoyada en el caño, pasaba por cada calle y esperaba que las señoras acercaran las cuchillas de picar para que  la rueda de esmeril les sacara chispitas y les devolviera el filo.
   No tardaba en aparecer el silbato y la voz grave anunciando: "­colchonero!". Eran épocas de pesados colchones de lana que, de tanto en tanto, necesitaban una cardadita  para hacerlos más mullidos y, de paso, se aprovechaba para cambiarle el cotín que a veces se herrumbraba con los elásticos de hierro. La cardadora manual se instalaba en el jardín y la lana iba recuperando esa apariencia liviana de espuma que la volvía tan volátil que se esparcía con la mínima brisa y volaba como nieve por los canteros de dalias.
   Con el organito pasaban otras cosas. Escuchar la musiquita de calesita despanzurrarse por el aire de las siestas y correr a su encuentro, fue parte de la magia que pude vivir. La cotorrita verde repartía la suerte por una moneda, y nadie podía resistirse a mirarla revolotear como una mariposa al compás de la melodía zumbadora hasta que, del cajoncito de madera, sacaba con el piquito una tarjetita que el organillero le leía a la persona agraciada.
   ¿Dónde andarán los paragüeros que se especializaban en arreglar aquellos paraguas negros que, en medio de la lluvia, se empeñaban en quedarse cerrados mientras que sus dueños chorreaban mojados hasta los zapatos?
   Pareciera que el tiempo hubiese saltado en un pie, como en una rayuela.  Aquella época en que las cosas estaban hechas para durar muchos años pasó demasiado pronto. Los cuchillos de serrucho, los paraguas descartables y los colchones de espuma han dejado atrás a los oficios que les dieron origen. Y también dejaron atrás, muy atrás, esa especie de certeza de "durabilidad" que nos acompañaba durante toda la vida.

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